El reloj amenaza mis ojos con
la 1:47 am. Éstos aún no consiguen cerrarse y confundirse con el sosiego
del sueño, sólo se marchita el tiempo segundo tras segundo en la
habitación iluminada de mi cuarto. Me evocan las palabras al insomnio ya
poco cotidiano, la rutina de los días, los trabajos, el qué hacer, son
argumentos contundentes para que el insomnio sea asesinado sobre la
almohada. La noche se hace larga, al no poder desencriptar los
pensamientos que rayan mi razón, soy el cuaderno de las ideas que
provienen de la nada: Que si está bien el porvenir; que si Colombia
sigue consumida por los imperialistas; que si mis labores no son una
atadura ignorante del trabajo que me consumirá; que si el fío de esta
noche de mí se apoderará; que si los ojos están dilatados por recuerdos
excitantes que no evoco; que si ando de medio paso, el otro lo estoy
buscando; que si la lluvia aún es sana en medio de tanta porquería; que
si la luna aún está allá, todos la han regalado; que si aún tengo la
puta camisa de fuerza que me ha impuesto el estado…
Y en
medio del silencio criminal, me palpitas en la sien. Una chica asciende a
un autobús, al umbral de sus ideales. El chico la saluda de prisa, para
que el asiento ella ocupe a su lado. La mejilla se aproxima a un beso
anunciado desde el vistazo en el paradero. La ve sonreír, la sonrisa
sincera de quien nada le oculta, de quien no le ha dañado. En su rostro
dibujado, pequeños fragmentos oscuros que deleitan la vista del soñador,
del artista frustrado, del desaparecido de los pensamientos, de los
ideales ajenos, del marginado atado a su destino. El espectador masculla
una canción, de un poeta argentino que hace canciones. En cada tararear
siente salir de sí, un susurro dicho a la nada o tal vez a ella, una
voz que desaparece que se acalla mientras el coche avanza hacia ningún
rumbo. En los labios de ella, todavía sigue impregnada la sonrisa, la
brisa del viento le acaricia los labios y él le aspira sin darse cuenta,
le roba el aire que le sale. Las palabras se dibujaron en los oídos y
su respuesta fueron los dientes relucientes, levantando un vuelo
arriesgado de la alegría. En medio del espacio detenido, ya no se sentía
la tortuosa cotidianidad de un dios que vigila eternamente la vida de
alguien que sabe que no existe. La manteca de los animales ofrecidos al
comercio, se convierte en el edén donde éstos juegan sin prisa. El
quejido de la madre, que ya pasa desapercibida, ahora es el abrazo que
se acerca sin notarse. Y otra vez los labios se depositan a la danza de
su sonrisa. La chica quien poco en sí confía, la que miran desalmados,
tratando de desenfrenar las pasiones. La que baja del bus con ideales ya
cansados, de la larga vida que a todos martiriza. La que sueña con que
el sueño le cobije y le funda en el sosiego eterno de su bienestar. Ella
sonríe, le sonríe…
Sonríe cual si fuera la primera la última sonrisa,
Sonríe desde adentro, desde el alma o más allá
Sonríe y traiciona la balada del mal genio
Sonríe y transmite, sonríe, tan solo sonríe.
De
regreso a la habitación, el reloj me acuchilla, son las 2:31 am y la
puñalada se inserta en mis ojos. Ya la cotidianidad me ha vencido y
quiero ir a dormir. Mas Higen, el tantas veces vencido no descansa,
aunque le hundan el pensamiento en la basura que se lleva el carro los
martes, jueves y sábados. Aunque en la clase le tilden de incoherente y
le regalen la ignorancia servida con diamantes. Aunque muchos a su paso
ni le miren ni le atisben ni nada. Aunque una chica sentada a su lado,
sepa que se le cruza en el pensamiento, tal vez no lo sepa en este
instante, pero lo sabe, lo evidencia y lo deja pasar de largo. Higen,
éste que sueña, no lo hace despierto, la vida se vive con los ojos
abiertos, así te toque observar las crueldades que ejecuta una madre que
golpea a su hijo, porque éste quiere jugar.
Ken Higen
Ken Higen
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